Nos creíamos salvadas o salvados después de sortear los rigores del invierno y resulta que también en verano la gente se deprime. Los que saben y tienen el poder de dar nombres a las cosas lo llaman trastorno afectivo estacional de verano (en inglés, SAD, mucho más práctico) y lo equiparan a la depresión del invierno, mucho más abundante, pero con síntomas muy parecidos: tristeza, pérdida de apetito, dificultad para conciliar el sueño, baja autoestima, falta de ganas para realizar cualquier actividad… Parece influir en ello no solo el aumento disparado (y disparatado) de las temperaturas por la implacable radiación del sol sino cuestiones más subjetivas como la obligación, primero, de irse de vacaciones, y la de hacer de ellas un relato espectacular, después. Salir de viaje, abandonar el lugar de residencia, darle la vuelta a la rutina, no responde, o no solamente, a una necesidad o a un deseo, sino a una imposición social que exige además que el viaje sea largo, lleno de aventuras y experiencias, que ya habrá tiempo después, tras el regreso, de aburrirse en Ítaca.
Que la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, ya lo decía Shakespeare y qué razón tenía. Ahora, cuando todo se entiende como un relato (la historia, la política, la propia vida), nos empeñamos más que nunca en buscar una estructura clásica, con planteamiento, nudo y desenlace, en la que cada acontecimiento tenga sentido por sí mismo y sirva para explicar a los demás, donde no quede ningún cabo suelto y todos los hilos compongan una trama perfecta. Las y los escritores, y Woody Allen, que lo repite en todas sus películas, saben que eso, el sentido, la perfección, en todo caso solo se puede buscar en el arte. Encontrar ya es otra cosa.
Por si acaso y como remedio para evitar que nos dé un parraque por el calor o la envidia de no poder recorrer la muralla china en toda su longitud y latitud, o de no tener pueblo en el que practicar el turismo rural con toda la tranquilidad y las moscas que ello conlleva, lo mejor es tener a mano una buena pila de libros que ir deshojando página a página y aprovechar las tardes para pasear por esos barrios que se quedan desiertos en verano en las grandes ciudades. Practicar la flânerie, es decir, vagabundear sin rumbo definido pero abierto a todas las posibilidades, se puso de moda entre los hombres, los flâneurs, del París del siglo XIX, y dio lugar a una imaginería de la que se hizo eco la literatura y la pintura. Las flâneuses, mujeres paseantes, no estaban bien vistas. Cómo no. Las mujeres que andaban solas por la calle solo podían dedicarse a una actividad: la prostitución. Así es que a la mujer, en su larga carrera de obstáculos, le ha tocado también la de conquistar su derecho a ocupar las calles. Y de ese derecho y de esa conquista habla el ensayo de La revolución de las flâneuses de Anna María Iglesia. Porque la ciudad es un relato colectivo, y caminar, en palabras de la autora, es practicar y formar parte de ese relato. Pasear sin rumbo, sin objetivo, observando o reflexionando, construyendo a partir de la mirada, sola o acompañada, como esa otra gran flâneuse de las calles neoyorkinas que es Vivian Gornick y que, en su libro La mujer singular y la ciudad, nos cuenta su vida (fragmentada y desordenada) a través de lo que ve y escucha por las calles de su ciudad.
Me gusta caminar y no tengo moto, pero me encantaría imitar en algún momento a Nanni Moretti en Caro diario y alquilar una vespa para darme vueltas por los barrios periféricos de Roma, desiertos en ferragosto, contenta de ocupar las calles, sin otro propósito que el de observar las casas vacías de persianas bajadas, reflexionando sobre lo que me dé la gana.