Los tejados. Desde mi ventana observo los tejados de enfrente, las tejas son los dientes perdidos de la ciudad. Soy libre. Como un volatinero abandono mis pasos en la cuerda que es el horizonte al amanecer. Titubeo. La duda guía mi camino de sonámbulo paria de todas las fronteras. No hay veredas en mi sendero, no hay bifurcaciones en el camino que abro en el cielo sobre una multitud de cabezas insomnes. Observan mi equilibrio y me ignoran como todos ignoramos lo que apenas llegamos a observar. Me envidian. Bailamos en la distancia, nos medimos en el temor y el aliento, tomamos bocanadas de aire contaminado y bostezamos crepúsculos de sangre fría.
Registro los balcones que se abren ante mí como bocas o campanas, o como ramos de flores que simulan estar más vivas que muertas. Veo maletas por hacer, ropas revueltas como promesas incumplidas, como palabras derramadas y heridas no sé si de vida o de muerte. Quedan maletas pero ya no hay viajeros. Camino por encima de todos sin vértigo ni náusea. A la luz de la aurora las cosas son más claras y más crueles: aún no hay olor a mercado y ya está el ritmo de la prisa pisoteando pies y propósitos de enmienda que no durarán más allá de las once y media. El lenguaje de la ciudad está ligado a los ecos de la infancia, que es una planta de plástico olvidada en un café. Hay aroma a derrota a las puertas de los colegios confundidos con oficinas.
Las aceras. Las aceras por todas partes que trazan ríos de gente, que limitan ideas, que amoldan sueños. Rompan las aceras. Levanten los adoquines. Miren debajo: hay espejos.
La distancia entre el ser y el existir, entre la mirada y el objeto, la bolsa de centímetros sueltos que no sirve. Hay que buscar en la tierra, uno debería aprender de los enterradores. Medir para abajo, medir para arriba al otro lado, que es escalar, volver a la cuerda y ser sincero con el riesgo. Pienso en los apóstoles de la sequía mientras mojo las puntas de mis dedos. Siento que me río de todos y que ese es mi triunfo. Se dispersa el viejo rencor. Las nuevas altitudes de la ciudad que se despliega ante mí no entienden de antiguas normas, de modelos a imitar, de escombros.
Doy saltos ligeros, los pies no me pesan ya, los ojos me siguen pero no me comprenden porque no pueden abarcarme. Sigo abriendo camino, dibujo helechos en las nubes, me evaporo en ellas y me empujan a seguir.
Me cuelo por una ventana y llego a un lugar donde no me espera nadie. El fuego apenas prendido, el calor humano aún dispuesto sobre algunas sillas viejas y algunas tazas de café derramado. Vapor nacido del frío, defino frío: es la espera en una estación de tren, con un manojo de esperanzas dibujado en la boca del estómago; la nueva que no llega, el regazo tembloroso, el tiempo que no vira. Me dicen que continúe pero yo me quedo allí, con la mirada fija en el hueco abierto en el muro por el hambre o la guerra. Pregunto sin que nadie me responda si fue el pan o el llanto los culpables de la herida que se niega a ser cicatriz. En la herida, dicen, está la verdad que la cicatriz recuerda silente hasta el olvido.
La aurora se disuelve en el mediodía, los niños y los oficinistas se confunden, la cuerda desaparece. El volatinero no puede volver atrás.
» La duda guía mi camino de sonámbulo paria de todas las fronteras.» «… tomamos bocanadas de aire contaminado y bostezamos crepúsculos de sangre fría.» Qué estilo tan depurado. Profundidad de haber escarbado debajo del tiempo.