Empieza un nuevo año, doce meses de recomendaciones de nuevos libros que llegarán, de una u otra manera, a sus manos. Le cuesta limitarse a uno cada vez y, normalmente, junto al libro protagonista aparecen otros secundarios (o de reparto, como se dice desde hace unos años en los premios de cine) que no le hacen sombra, que lo perfilan y presentan de manera más nítida, que lo acompañan y complementan. Recuerda, por seguir con el mundo del cine, un discurso de Fernando León de aceptación del Goya al mejor guion adaptado por su película Un día perfecto, en el que afirmaba que las películas no compiten entre sí, sino que suman, y lo mismo sucede con los libros que lee cada año. ¿Por qué elige, entre los que le han gustado, unos y no otros? Porque de algunos ya se ha hablado demasiado o lo suficiente, porque otros son clásicos que no responden a la novedad editorial, porque el estado de ánimo (individual o social) inclina a hablar de ciertas cosas y a omitir o postergar otras, porque otros ya los ha leído y reseñado pero necesita volver a leerlos de vez en cuando.
Por ello, en esta primera recomendación del año, le gustaría referirse a los otros, a esos libros que hubieran merecido también un poco de dedicación por su parte, una palabra cariñosa, una palmadita en el lomo. Por ello, coge esos cuadernos donde toma nota de los libros leídos para no olvidarlos y rescata el ensayo de Sara Mesa titulado Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático donde la autora desmonta todas las tonterías que se dicen sobre las personas desamparadas que viven en la calle (que si en realidad son ricas y piden sin necesidad, que si les conceden muchas ayudas, que si podrían ir a un albergue pero no quieren) y denuncia la realidad: un sesenta por ciento de ayudas que no llegan a nadie porque son muy difíciles de solicitar, imposibles para personas que no están empadronadas en ningún sitio, que carecen de teléfono móvil y de acceso a la información; albergues que no permiten animales de compañía; trabajadores sociales insuficientes. Junto a este ensayo está toda la literatura coreana que lee y le fascina: El libro de cuentos de Kim Ae-Ran, ¡Corre, papá, corre!, con sus frases rotundas y filosas y con esos personajes que cambian constantemente de super para evitar que los dependientes los reconozcan y quieran entablar con ellos una relación más personal; la nueva novela de Han Kang, Actos humanos, en la que se recrea, a partir de distintas voces, el levantamiento popular de Gwangju en 1980 contra una de las variadas y sanguinarias dictaduras militares que, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y hasta los años 90 del pasado siglo, rigieron los destinos de los coreanos del Sur. Todos los relatos de Lucia Berlin; las novelas de Dorothy Baker, Cassandra en la boda o El chico de la trompeta, que acaba de descubrir gracias a la recomendación de un amigo; los cuentos de Eider Rodríguez que han conseguido el Premio Euskadi de Literatura; los poemas (Dog songs) que Mary Oliver ha dedicado a los distintos perros (y perras) que ha tenido a lo largo de su vida o que la han tenido a ella; las novelas de algunas escritoras españolas que la siguen deslumbrando (Primera memoria de Ana María Matute o Memorias de Leticia Valle de Rosa Chacel); los versos del Réquiem de Anna Ajmátova que ayudan a expresar lo inexpresable (No, no soy yo, sino otra quien sufre./No podría soportarlo./ Que un velo/ negro cubra lo sucedido,/ y que se lleven las linternas…); los clásicos que saben enseñar, con sencillez, la verdad (los padres de Bazárov en la novela Padres e hijos de Iván Turguénev a los que les sabe a poco el tiempo que pasan junto a su hijo, siempre queriendo agradarle, temiendo molestar, deseando que sea feliz. Tan humildes, tan frágiles). Y todos los demás.