La noche les había sorprendido compartiendo risas inocentes y roces casuales sólo en apariencia. Hacía un poco de frío, pero no les importó. Era la primera vez que los dos chicos tenían una cita a través de una aplicación de ligoteo sin que resultara un completo desastre. Habían acudido sin demasiada convicción, previendo una serie de planes B en caso de que la situación se tornara extraña. Sin embargo, cuando Javier lo vio aparecer en la puerta de aquella cafetería supo que le iba a gustar y se le escapó un suspiro de tranquilidad atemperado por un anhelo. A Ikañi le costó un poco más, concretamente cinco minutos, darse cuenta de que aquella vez no era como las anteriores.
La noche les había sorprendido compartiendo risas inocentes y roces casuales sólo en apariencia y les había conducido hasta las entrañas de un parque. Se habían arrebujado en un banco y se dejaban arropar por el deleite de sus miradas cómplices. Javier experimentó unas ganas urgentes de besar a Ikañi, de forma suave, movido por la bella inercia de la ilusión reencontrada y depositada en la curvatura de una sonrisa que quiso robar con sus propios labios, hacerla suya. Así que le besó, porque sí, porque, simplemente, le parecía absurdo no hacerlo. Le besó con ganas, con ternura, con deseo, con naturalidad.
Un grupo de hombres se les acercó a toda velocidad y sin mediar palabra uno de ellos propinó un golpe a Iñaki en la boca. El resto se reía y jaleaba al agresor. El miedo despertó para coparlo todo, para empañar el flujo de la vida. Javier contempló estupefacto cómo Iñaki se desplomaba hasta chocar contra el suelo. Ni siquiera supo de dónde vino el puñetazo en el estómago que asesinó las mariposas que un rato antes revoloteaban despreocupadas.
“Todo por un beso en un parque”, pensó mientras temblaba. Qué peligroso seguía siendo amar en público para determinadas personas.
