Removía el café del desayuno. Era una mañana apacible. Había bajado a comprar cruasanes porque se había despertado pensando en ellos. De camino a la panadería se había dado de bruces con un quiosco y le asaltó la idea de acompañar el desayuno con las noticias del día escritas en papel, como en esas estampas de las películas anteriores a la era digital. Pasaba las hojas mientras éstas dejaban como herencia un tinte negruzco y poco perceptible en la yema de sus dedos, el mismo tinte negruzco y poco perceptible que aquel bombardeo de imágenes y titulares estaba imprimiendo en su subconsciente.
“Otra mujer muere por violencia de género”, leyó. El titular le pareció llamativo, aunque no supo determinar por qué. A simple vista daba la impresión de que una enfermedad incurable e imposible de prevenir había irrumpido en el organismo de aquella mujer por sorpresa para acabar poco a poco con su vida. Qué desgracia. ¿Cuándo inventarían los científicos una vacuna o algo similar que mágicamente acabara con aquella lacra mastodóntica? Qué mal estaba el mundo, qué barbaridad. “Esto es culpa de la sociedad”, pensó.
Pasó la página con un gesto brusco sin profundizar en la noticia, como si aquello no le incumbiera.
Pasó la página sin darse cuenta de que las mujeres no mueren sin más, sino que son asesinadas.
Pasó la página sin percatarse de que también formaba parte de esa sociedad de la que hablaba como algo ajeno.
Pasó la página sin asumir ninguna responsabilidad.
Nada le iba a impedir disfrutar de su café ni de su artificial estampa de normalidad. Ni siquiera la realidad.